No soy un profesional del corte y admiro como un jubilado desde la valla
de la obra al buen cortador.
Como gran aficionado me deleito en soledad preparando la escena,
afilando el cuchillo, seleccionando la música adecuada para el momento,
sirviéndome una copa de vino o una cerveza fresquita y metiendo mano
a la pata cual ritual samurái. Esquivo el hueso huyendo de la temida
media luna, intentando mantener la línea recta en el corte. A veces lo
consigo.
Dicen que la merma en el corte del jamón equivale a un 50% pero yo le
aplico el diezmo al corte, indultando del plato a aquellas lonchas que se
lo merecen.
Este porcentaje no siempre ha sido así. Con la edad, uno se va
moderando. Me viene al recuerdo la socarrona voz de mi tía diciendo:
“¡Cantando, te quiero oír cantando y cortando!” con el fin de que llegase
más jamón al plato que a mi boca.
Desde entonces, encuentro más satisfacción en el proceso que en la
conclusión.
Aunque todo ello no está exento de riesgo. También ha habido cortes.
Recuerdo ir al centro de salud con mi padre, mi gran maestro, para que
nos cosieran el dedo y al vernos entrar, tras la explicación de mi padre, la
jocosa reflexión del médico: “Siempre me traen el dedo, pero nunca el
jamón”.
La prisa mata el momento. Por eso hay que evitar la presión mediática de
servir la mesa, aunque el placer de compartir un buen plato de jamón con
tus seres queridos siempre merece la pena.

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