Cuando viajamos debemos aplicar los cinco sentidos. No solo por precaución, sino por mero disfrute.

Como en la vida, lo realmente difícil es alcanzar el equilibrio. Si extrapolamos esta máxima al viajero, el objetivo está en un sinfín de detalles que lo hacen impredecible.

Por un lado la planificación previa en la que comienzas a salivar, el viaje en si, en el que desarrollamos nuestra agudeza sensitiva, la satisfacción de la llegada y la evocación posterior de toda la ruta.

Repasando los cinco sentidos, comenzaré por el olfato. Como para todos, los aromas son grandes potenciadores de recuerdos felices. Lo bueno de viajar en moto sin prisa, es poder disfrutar de esos aromas que la naturaleza te ofrece. Campos en floración, la tierra mojada, alguna granja cercana que ofrece su contrapunto y como no, los aromas de los variados manjares que por el camino encuentras.

Seguimos con el tacto. Nuestra piel nos conecta con el entorno de manera directa, haciéndonos sentir los cambios de temperatura y humedad al instante. Desde la agradable brisa de la mañana hasta el frio húmedo que se adentra hasta los huesos haciéndonos soñar con la sensación de abrazar un tazón caliente o los calores de las horas centrales del día que nos hacen apreciar una sombra fresca o un chapuzón improvisado. Y que decir de la lluvia, esa enemiga que intentamos esquivar en la medida de lo posible.

La vista, siempre atenta al camino, nos hace disfrutar y sufrir con el sol saliendo y ocultándose. Nos permite prolongar los tiempos del viaje en paradas obligadas para escudriñar el paisaje y permitir tomar las instantáneas, aunque no siempre coincidan con la percepción del momento.

El oído, alerta en todo momento a cualquier imprevisto, se relaja en la parada para conectarnos con el entorno.

El gusto. En gran medida, uno de los objetivos del viaje. Nos hace disfrutar de la buena mesa junto con todos los anteriores, como los cinco dedos de la mano que agarra nuestro viaje por la vida.

Buen viaje.